Durante las epidemias, las supremas autoridades el partido fueron Victorino Abrego Eusebio Cabrera, Enrique Salas, Guillermo Valdés, Liborio Luna, Marcelino Davel y Cipriano Villanueva. La atención de los enfermos estuvo a cargo del cura Bibolini y del Dr. José Antonio Alcorta. Precisamente durante los años 1868 al 1895, se sucedieron epidemias virulentas que azotaron a la población y tuvieron en jaque a las autoridades encargadas de la salud en nuestra todavía joven población. Demás está decir que se sucedieron años angustiosos que quisiera recordar en toda su magnitud, pero que me limito a reseñar.
Al inicio del año 1868, cuando este terrible mal epidémicose declaró tanto en la ciudad como en el campo, se formó una comisión sanitaria que fue la encargada de tomar decisiones para conjurar en lo posible los efectos de esta enfermedad. Don Victorino Abrego, por entonces en la presidencia de la Municipalidad y Juez de Paz, encomendó a la población como contrarestar el terrible mal y la sanidad fue confiada al abnegado Dr. José Antonio Alcorta.
Cuando ya la población se encontraba invadida por el flagelo, recién se votaron partidas de dinero para todo lo concerniente al socorro de las víctimas. Pero en definitiva la epidemia causó estragos.
A través de una leyenda que desde aquella lejana época se fue transmitiendo hasta estos días, se recuerda el comportamiento de un carrero llamado Antonio Borracer. En la soledad de la noche, tarareando un triste y repetido tema, transportaba los cadáveres recogidos en las viviendas y calles de la ciudad.
Se llegó a decir que fueron cientos de muertos que llevó al viejo cementerio existente en un terreno de quinta, propiedad de la familia Mosconi, conformada por las calles 7, 8, 19 y 302. Algunos recibieron cristiana sepultura, pero los más fueron sepultados en zanjas, debido a las necesidades acuciantes de aquel penoso trance.
Cuando todavía la población no se había respuesto de la epidemia anterior y sus estragos, en el año 1871 la fiebre amarilla azotó a nuestros habitantes que soportaron estoicamente el nuevo mal.
Un hecho para destacar fue que el cura Bibolini. En esos penosos momentos, estableció diversas carnicerías donde se repartía carne a los pobres en forma gratuita y en un caserón de su propiedad albergaba a los indigentes.
Estas epidemias que diezmaron a nuestros habitantes, preocuparon sobremanera a las autoridades y ante un edicto del 23 de diciembre de 1973, se tomaron las debidas precauciones. En 1974 el presidente de la Municipalidad, don Eusebio Cabrera, tuvo conocimiento de que la colerina había aparecido en la Capital Federal. De modo que dispuso medidas de higiene que evitaron la propagación de esta epidemia propensa a derívar en cólera.
No obstante las precauciones tomadas, las autoridades entendieron que las mismas no conducían a resultados prácticos. Así las cosas, en el año 1878 el Dr. Alcorta previó que la viruela atacaría a los habitantes de este partido y le pidió a don Victorino Abrego lo proveyera de la vacuna respectiva.
En 1881 la mitad de los alumnos que asistían a las escuelasestaban sin vacunar. El juez de paz, don Ernesto Salas, solicitó al presidente del Concejo Escolar, don Antonio M. islas, que para evitar el contagio de la viruela se clausuraran los colegios. El desarrollo de esta enfermedad hizo que el gobierno central encarara firmemente el tema salubridad pública. La Legislatura promulgó en 1886 la Ley de Vacunación y revacunación obligatoria.
En los años 1887 y 1895, en prevención de estas enfermedades contagiosas causadas por los efectos de la insalubridad. El entonces intendente don Marcelino Davel, dispuso medidas conducentes a evitar en lo posible la propagación de aquellos males que hoy recordamos.
Fuente: Libro «Historias del Abuelo» – Autor: Juan Carlos Passarini