Los hechos que voy a recordar es sobre el prostíbulo, relativo a la vida sexual humana, son de una época lejana, pero tuvieron su mayor trascendencia al promediar la década del ’30. La población urbana de 25 de Mayo, solo alcanzaba a 12.000 habitantes. La zona más densa era la cercana a la plaza Mitre. En la periferia – manzanas y quintas – generalmente había o más de cuatro, tres, dos, una y hasta ninguna vivienda.
En nuestro medio funcionó un prostíbulo debidamente autorizado y controlado según profilaxis. Los médicos designados por el Municipio eran los doctores Juan Carlos Argento y José María Patrón. Por entonces no se conocía el SIDA, pero sí las enfermedades venéreas. A las prostitutas se las identificaba en un registro con los datos personales, fotos y se asentaban revisaciones médicas periódicas. Como en toda la provincia de Buenos Aires se ejercía la prostitución legalizada, era costumbre el intercambio, de modo que permitía la renovación.
La casa de prostitutas estaba ubicada en la esquina de la calle 14 y 22. Era un barrio muy desolado y sin alumbrado público. El edificio constaba de un local con asientos tapizados, vitrolas, después pianola y otros elementos. En ese salón se realizaban reuniones pero no se consumían bebidas alcohólicas. Contiguo al salón estaban las trece habitaciones y los dos baños, todo dispuesto como en los moteles. Un patio grande, rodeado de galerías, con una bomba para sacar agua y una planta de magnolia.
En ese terreno también se hacían festejos. En la puerta de entrada, un agente de policía palpaba de armas y además tenía facultades para impedir la entrada a personas mal vestidas o desaseadas y por supuesto, en estado de ebriedad. Tampoco a los menores de edad, principalmente si vestían pantalón corto, costumbre de aquellos tiempos en los muchachos.
En la ochava del edificio estaba la puerta de acceso al salón y una lamparita que tenuemente alumbraba la esquina. Por calle 14 una discreta puerta de entrada a los cuartos. En la vereda palenques donde los hombres de campo, asiduos concurrentes, ataban los caballos. Los equinos cuidados por chicos que recibían una propina.
Frente al «Pirulo» había un pequeño bar-cantina de los hermanos Manuel y Aristóbulo Figueredo, reconocidos como guapos y malevos. Preferentemente el negocio trabajaba con los visitantes al prostíbulo. A este lugar la gente de aquella época, generalmente concurría armada. Don Figueredo, de traje, moñito y sombrero de ala ancha, recibía a los conocidos clientes con una copa de la bebida preferida y tomaba el arma que guardaba en una estantería, junto con un revólver de grueso calibre del valentón Figueredo. Cuando el parroquiano volvía del «burdel», le servía otra copita y le devolvía el arma.
Dicen que la «madam», señora que apodaban la rusa o doña Sara, era cordial y muy respetada. Las trabajadoras, por así decirlo, ya que ejercían la prostitución legalmente, vestían bien, eran pulcras no se prestaban al trato descortés o irrespetuoso. Los días miércoles disfrutaban del franco semanal. Aprovechaban para hacer compras y se reunían para pasar el día en algún lugar apartado, generalmente en una quinta de la zona sur. Con vecionos de conocidas familias de nuestro medio, estaban muy familiarizados a través de los encuentros que tenían en este lugar público. Por lo general las despedidas de soltero terminaban en aquel prostíbulo.
Lo más peliagudo de explicar, es lo atinente a las tarifas, pero digamos que el «servicio» costaba dos pesos, el preservativo treinta centavos, la música para bailar veinte y otros » servicios especiales» podían llegar a costar hasta cinco pesos. Aunque usted no lo crea, algunos clientes tenían cuenta corriente. Los personajes más conocidos por su protagonismo eran conocidos como «Firulo o «Fiolo», los preferidos por las rameras «Cafiolo» o «caficio» y los que no pagaban, por distintas razones, «garroneros». Un joven encargado de la pianola se llamaba Villalba y a un bailarín de tangos, pintón, le decían el «negro» Alegría. Ya asl final de la década del ’30, con la venida del gobernador Manuel A. Fresco, se resolvió terminar con esa casa de prostitución.
Consecuentemente se perdió una fuente de trabajo y la seguridad en la práctica del sexo. La detrerminación de la autoridad fue como si dijera: «¡Yo les voy a dar casa de tolerancia! Esto es un «quilombo»: o ¡Basta, váyanse con el sexo a otra parte!» Consumado el cierre, los vecinos del lugar se expresaron de distinta manera. Algunos, los chismosos, se lamentaron de haber perdido un argumento tan sabroso para comentar. Los más recatados dijeron «Por fin era una inmoralidad». En fin, ayer como hoy, siempre vigente aquello de «En este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira».
Fuente: Libro, «Historias del abuelo», de Juan Carlos Passarini